Belisario:—El crimen fue a la 1:05 de la tarde, y el estremecimiento copó todos los escenarios. ¡Habían asesinado la esperanza! Hoy lo evoco en la llamarada de su verbo y en la profundidad de su pensamiento, del cual en parte exigua discrepaba pero en parte inmensa coincidía. Tanto coincidía, que cuando el gran jefe Laureano Gómez impartió la orden de apoyar por estrategia a Gaitán, el aprendiz de política que era y que nunca dejé de ser, lo apoyaba de corazón. Ese fue el Gaitán que enardeció a Colombia con su palabra, y el Gaitán cuya muerte enardeció el país político y el nacional. En ese abril cruel, como el abril de La tierra baldía de Eliot, fueron aquellos horrores y pesadumbres que Dios disponga que jamás vuelvan a ocurrir—.
Carlos Gaviria:—A la hora en la que mataron a Gaitán no estaba en el colegio sino en mi casa. Un niño vecino llegó a decir que habían matado a alguien. Mi madre inmediatamente prendió la radio y escuchamos que todo el país estaba revolucionado porque habían matado a Jorge Eliécer Gaitán. Eran como las tres de la tarde. Yo tenía 10 años. Ese día escuchamos radio en mi casa toda la noche. Decían que un grupo de estudiantes y profesores se habían tomado la Radiodifusora Nacional en Bogotá, y que en Medellín iban a quemar un periódico conservador del cual era colaborador el doctor Belisario Betancur. La última vez que Gaitán estuvo en Medellín escuché por radio su intervención que fue en el parque de Berrío. Hablaban del caudillo del pueblo. Dos cosas me impactaron a pesar de ser tan niño: la lucha a muerte que existía entre los partidarios de Gabriel Turbay y los de Gaitán, y la manera como los medios distorsionaban los hechos. Al día siguiente de la muerte de Gaitán, el periódico conservador de Medellín sacó su fotografía y un titular que decía: 'Víctima del comunismo'. A pesar de ser tan chico me pregunté cómo podría, si como liberal que él era yo intuía que podría estar más cerca del comunismo''—.
Enrique Gómez, hijo de Laureano Gómez:—Estaba yo en casa cuando entró una llamada de un amigo, que me dijo: "Acabo de presenciar el asesinato de Gaitán". En ese momento mi padre llegó a casa. Es fácil comprender el estado de perplejidad en el que todos quedamos. Por la radio comenzó una gran algarabía cargada de incitaciones a la venganza y a la violencia. El Presidente manifestó que no disponía de los medios para garantizar la seguridad de mi padre. Lo trasladamos a casa de una prima en el barrio de La Merced. Con mi madre y mi hermano Rafael fuimos a casa de otra prima, en Teusaquillo. Nos comunicábamos por teléfono. Las informaciones eran confusas. Por la radio se decía ya que el cadáver de Laureano colgaba de los faroles de la Plaza de Bolívar. Al final de la tarde se logró que una patrulla y un tanque llegaran a la casa donde Laureano se encontraba. El sobrino de mi prima, Gilberto Arango, tuvo que hacer grandes esfuerzos para introducir la corpulenta figura de mi padre por la escotilla del tanque que había sido dispuesto para trasladarlo a la Escuela Militar y ponerlo definitivamente a salvo—.
Fidel Castro, el tirano de Cuba:—El día 9 de abril salimos nosotros del hotel donde nos hospedábamos a recorrer la ciudad antes de almorzar, y en espera de la entrevista que tendríamos por la tarde. Era como las once de la mañana aproximadamente cuando gentes como enloquecidas comenzaron a correr por las calles repletas de público, gritando con ojos de indescriptible asombro: ¡Mataron a Gaitán! ¡Mataron a Gaitán! Y así la noticia se esparció como un reguero de pólvora por toda la ciudad. Apenas en cuestión de minutos comenzó a producirse de una manera espontánea, porque aquello no lo podía ni fraguar ni organizar nadie, una extraordinaria agitación. Se creó un estado de cólera indescriptible. Yo me encaminé por una de las calles hacia la Plaza que está frente al Capitolio, donde precisamente se celebraba la Conferencia de Cancilleres, custodiado por un cordón de policías vestidos de azul, con bayoneta calada. La muchedumbre concentrada en el parque se aproximaba al cordón de policías que ante el impacto que le produjo aquel movimiento se deshizo en mil pedazos, penetrando el pueblo en el Capitolio sede de la Conferencia, en el que veían tal vez un símbolo que les recordaba un poder odiado. En aquellos momentos yo, en el medio del parque, contemplaba lo que estaba sucediendo. Pero muy pronto también la gente comenzó a destruir las farolas eléctricas: piedras y cristales saltaban por doquier. Alguien desde un balcón trataba de hablar; nadie lo escuchaba ni habría podido escucharlo. Pronto me di cuenta de que aquello que estaba desarrollándose no conducía a nada. Las vidrieras de los establecimientos comenzaban a ser destruidas; no se sabía cómo se iba a encauzar todo aquello, pero era evidente que una insurrección popular estaba en marcha. De insurrecciones populares de aquellas características, yo no conocía más que las impresiones que en mi imaginación habían dejado los relatos de la toma de la Bastilla, y los toques a rebato de los Comités revolucionarios de París llamando al pueblo en los días más gloriosos de la Revolución. Pero allí, en aquel instante, nadie dirigía. Decidí dirigirme a la casa donde residían dos compañeros más de la Delegación. Al atravesar una de las calles vi la primera manifestación de algo que parecía canalizado en alguna dirección: era una enorme muchedumbre, algo así como una interminable procesión, que no sé -y dudo que alguien sepa- cómo se formó, y que avanzaba hacia una estación de policía, que estaba a varias cuadras de allí. En aquella muchedumbre me enrolé; no sabía qué iba a ocurrir cuando alcanzara la estación de policía. Decenas de hombres con fusiles apostados en las azoteas, pero nadie disparaba. Llegamos a la entrada y las puertas se franquearon. Cientos de personas se lanzaron dentro buscando desesperadamente armas, y aunque yo estaba entre los primeros solo pude alcanzar una escopeta de gases lacrimógenos. Con ella y varias cananas de bala de ese tipo -que me imaginaba pudieran servir para algo- subí a la planta alta a tratar, si era posible, de encontrar más equipo, sobre todo algún equipo de campaña o algún arma mejor. Entré en una de las habitaciones; había allí un grupo, que después comprendí que eran oficiales completamente desmoralizados y acobardados. Les pregunté si tenían armas o ropa de campaña, ropa militar; y, por cierto, no se me podrá olvidar que habiéndome sentado en una de las camas en disposición de ponerme unas botas militares, uno de aquellos oficiales, en medio de aquel caos, no se le ocurrió otra cosa que gritarme lleno de preocupación: "¡Mis boticas no! ¿Mis boticas no! Salí al fin con unas botas, un capote militar y una gorra sin visera. Mientras tanto, un tiroteo descomunal tenía lugar en el patio. Bajé, y eran los primeros hombres del pueblo, armados probando sus armas al aire. En medio del patio, un oficial armado de un fusil trataba de formar una escuadra, en medio de un gran desorden. Yo me arrimé allí y también formé en la escuadra. Cuando aquel oficial me vio con tantas cananas y la escopeta de gases lacrimógenos, se dirigió a mí, y al parecer en realidad porque tenía muchos deseos de marcharse más que otra cosa, me dijo: "¿Qué vas a hacer con todo esto? Mira, mejor dámelo y yo te entrego el fusil este". Para recibirlo, en medio de mucha gente que quería armas, tuve que forcejear duramente. Y así tuve al fin un fusil con 16 balas. Salí del edificio y ya estaba en marcha de nuevo la multitud, armada de mil maneras distintas: unos con fusiles, otros con machetes, otros con hierros. Y aparentemente se dirigía al Palacio presidencial. Varias esquinas más adelante, se entabla un tiroteo; la muchedumbre, instintivamente, retrocede, pero a los pocos segundos como un resorte vuelve de nuevo a avanzar. En estas circunstancias ocurren las cosas más inverosímiles. Llego a la esquina donde se había producido el tiroteo, me encuentro a dos hombres armados de fusiles en una de las esquinas, parando a la gente, desviándolas hacia otra dirección, diciendo que solo pasaran los militares. Creyendo que eran dos revolucionarios, yo me puse a ayudarlos también. Después llegué casi a la convicción de que en realidad no eran revolucionarios sino dos soldados que allí estaban -algo inconcebible e inexplicable- en un intento de poner un poco de orden dentro de aquella confusión. Aún hoy no estoy seguro si realmente eran revolucionarios o eran soldados. Al tratar de indagar qué ocurría, me informaron que desde un colegio, una universidad católica, habían disparado sobre la multitud y se había originado un tiroteo. Debo confesar que en aquellos tiempos yo -habiéndome educado durante muchos años en un colegio religioso- me mostraba incrédulo, no podía imaginarme a los sacerdotes disparando desde aquel edificio contra la gente. Y aún no puedo afirmar a ciencia cierta lo que ocurrió, si efectivamente se disparó o no se disparó, o si algunos militares o civiles de la oligarquía dispararon desde allí. Es lo cierto que mientras yo observaba en medio de la esquina alguien bruscamente me apartó hacia una pared. Días más tarde, sin embargo, llegué a la conclusión -vistas todas las cosas que puede observar- de que en Colombia hay sectores del clero lo suficientemente reaccionarios como para disparar sin vacilación contra el pueblo. Grupos de estudiantes en carros altoparlantes, con los cadáveres de sus primeros compañeros muertos colocados en el techo, arengaban a la muchedumbre. Después de que yo salí, que se produce el tiroteo, estoy en la esquina, salto para una pared, voy a la otra esquina, allí veo los primeros carros altoparlantes. Grupos de estudiantes aparecieron: pude identificar entre aquella gente a algunos estudiantes, me reuní con ellos y comenzaron a llegar noticias de que una estación de radio, que estaba en manos de los estudiantes, estaba siendo atacada por el ejército y necesitaban refuerzos. Alguien propuso que nos dirigiéramos hacia allá y allí nos dirigimos. Cruzamos por varias calles y acertamos a pasar, entre otros, frente al edificio del Ministerio de Guerra; por la calle contraria a la que íbamos nosotros, marchaba un tanque y una compañía de soldados con cascos; no disparaban contra nadie, ignorábamos hacia dónde se dirigían y qué actitud tenían. Llegaron a una gran plaza que está en las cercanías del Edificio del Ministerio de Guerra, venían en dirección opuesta. En ese momento, éramos un grupo de seis o siete. Como medida de precaución, nos situamos a la expectativa detrás de unos bancos del parque; mas el tanque y los soldados pasaron haciéndonos caso omiso. Cruzamos la calle y nos paramos frente al Ministerio de Guerra. En aquel momento, aparentemente, el Ejército vacilaba, en una actitud expectante ante los acontecimientos. Recuerdo que dejándome llevar por el entusiasmo me paré en un banco, les dirigí la palabra y les hice una arenga a los soldados que estaban enfrente. Y después continuamos hacia el sitio donde se decía que estaban siendo atacados los estudiantes. Todo esto en medio de una gran confusión. Cuando estábamos llegando al final de la cuadra se escucharon algunos disparos, y era que desde el Ministerio de Guerra habían salido algunos soldados a perseguirnos a nosotros. Casi no nos dimos cuenta. Ocupamos un ómnibus y nos dirigimos hacia la zona donde estaba la estación. Éramos como siete, pero con tres fusiles nada más. Llegamos a una ancha avenida, se paró la guagua en una esquina, y los tres que teníamos fusiles avanzamos hacia la Avenida. Y a unas dos manzanas de nosotros estaba todo un grupo de caballería que era quien estaba atacando la estación. Prácticamente barrieron la avenida aquella a tiros. Nosotros nos defendimos detrás de unos bancos de aquella avenida, y cuando tuvimos oportunidad nos retiramos otra vez hacia la calle, donde estaba la guagua. Entonces, decidimos ir la Universidad para ver si había algo organizado, para tratar de informarnos si había algo en la Universidad. Llegamos a la Ciudad Universitaria e igualmente nos encontramos un gran caos allí: nada organizado en ninguna dirección, aunque muchos estudiantes desarmados, agitados, y allí surgió la idea de salir hacia una estación de policía. Salimos hacia la estación de policía, aquella fuerza seguía contando únicamente con tres fusiles. Cuando llegamos a la estación que íbamos supuestamente a tomar, estaba afortunadamente tomada ya. Y entonces allí hice el primer contacto con lo que parecía ser embrión de organización y de dirección en gestación, porque a la estación llegó un comandante de Policía, que estaba tratando de agrupar a las fuerzas revolucionarias que habían ocupado todas las estaciones de policía y estaban integradas por gente del pueblo y muchos policías. Hablé con él rápidamente, le expuse algunas ideas acerca de la necesidad de organizar, que si quería estaba dispuesto a ayudarlo; el hombre aceptó muy gustoso. Me invitó a ir en el jeep de él a visitar la jefatura del Partido Liberal en el centro de la ciudad. Atravesamos la ciudad en medio de aquel caos, donde no se sabía quién era el enemigo y quién no lo era, y llegamos a la jefatura del Partido Liberal. En la jefatura del Partido Liberal, por lo que hoy recuerdo, había algunos hombres tratando de vertebrar la organización, pero me alentaba la idea de que al fin toda aquella fuerza que surgió de manera espontánea se pudiera organizar, tuve esperanza de que eso llegara a cristalizar, se veían ya los primeros síntomas. No puedo hacerme un juicio de aquellos hombres que vi allí. Entró en un despacho el comandante, salió otra vez, y volvió a la estación de policía de donde habíamos partido. De allí se decidió a ir nuevamente a la jefatura del Partido Liberal; ya yo lo estaba acompañando; prácticamente me había convertido en un ayudante del jefe de la policía sublevado (...)Hubo un minuto, cuando ya en horas de la madrugada, tuve tiempo de detenerme a recapacitar y pensar en la situación, en que estaba convencido de que aquella tropa estaba perdida, que si la atacaban iban a perecer todos, que estaba dirigida de una manera estúpida. Y entonces me planteé una problema de conciencia: si yo debía seguir ahí. Pensé en Cuba, en mi familia, en muchas cosas y me pregunté si yo debía permanecer allí en esa cosa inútil. Y realmente tuve dudas. Estaba absolutamente desconectado, absolutamente solo en ese momento, ningún cubano conmigo. No me unía más con el pueblo de Colombia y con aquellos estudiantes que un simple vínculo conceptual, cuestión de conceptos, de ideas. Y sin embargo la decisión que tomé fue quedarme, porque me dije: bueno, el pueblo es igual aquí que en Cuba, que en todas partes; aquí como en todas partes el pueblo es víctima de los crímenes, de los atropellos, de las injusticias; aquí como en todas partes la gente sufre, y aquí esta gente tiene la razón absoluta, y por lo tanto me quedo (...) La ciudad virtualmente está ardiendo; humo y fuego por todas partes (...) Allí nos encontramos con un delegado argentino que estaba muy asustado (...) le exigí que nos llevara en su carro diplomático a la embajada de Cuba (...) En realidad es increíble que no nos mataran (...) Al atravesar una calle, un niño desgarrado en llanto se acercó a mí y me dijo: 'Han matado a mi papá. Han matado a mi papá'. Era una súplica que a mí me produjo mucho dolor; posiblemente alguna bala perdida lo había matado, pero fue una de esas cosas de las que dejan una impresión tan dolorosa de la guerra y del sufrimiento del pueblo—.
Mariano Ospina, hijo mayor del presidente Ospina: —"Desde Massachussets escuché que habían matado a mi padre. El cadáver del presidente Mariano Ospina fue colgado en uno de los faroles de la Plaza Bolívar". Esta fue una de las primeras noticias que escuchó en su radio, estando en su dormitorio del Instituto Tecnológico de Massachusets, E.U.el 9 de abril de 1948. Con su radio Hallicrafter podía sintonizar emisoras de todo el mundo y en la Radiodifusora Nacional, que fue tomada por quienes incitaban a la revolución, solo daba noticias de caos y anarquía. Mariano hijo, estudiante de ingeniería civil, de 24 años en ese entonces, encontró una emisora de Bucaramanga que describía el mismo panorama. La noticia solo la desmintió una voz tímida, apenas audible, que avisaba: "La emisora de la Base Naval de Cartagena anuncia al país que la Fuerza Naval sigue leal al Presidente de la República". Para esa hora, la preocupación de su madre Bertha Hernández era por Gonzalo, el hijo menor, de 10 años, que estaba en el colegio San Bartolomé. Llamaron a unos amigos de la familia para que lo recogieran y lo llevaran a la Embajada de Estados Unidos desde donde lo sacarían del país. "Yo lo recibí en Massachussets, y allá estuvimos los dos hasta que terminó la presidencia de mi padre", cuenta Ospina. La noticia de la muerte de Jorge Eliécer Gaitán cogió al Presidente de regreso al Palacio de la Carrera, hoy Palacio de Nariño. La primera dama se puso el revólver al cinto por si era necesario "vender cara su vida". Y aunque las balas entraban a la oficina del presidente Ospina, en el segundo piso del Palacio de la Carrera, cuentan que no le temblaba ni el cúmulo de ceniza de su cigarrillo. Allí fue cuando dijo la famosa frase: "más vale un presidente muerto que un presidente fugitivo". Para Ospina el momento más difícil que afrontó su padre fue cuando supo que una división de la Policía se había unido a la insurrección. "Eran 5 mil y la guardia presidencial no llegaban a mil. Al final los segundos demostraron ser grandes frente a sus atacantes", afirma Ospina hijo. Por la radio también se decía que un batallón de uniformados venían en tanques con banderas rojas, desde Usaquén, a atacar a Palacio. Al llegar "el comandante, de apellido Serpa, gritó que estaban ahí para defender al Presidente y de inmediato lo mataron los revoltosos". Mariano hijo no duda que ese día fue el peor día de la vida de su padre. Incluso afirma que el Presidente lamentó la muerte de Gaitán. "Ellos dos se reunían con frecuencia y mi papá le decía: 'aprenda de estos problemas que me están tocando enfrentar a mí, porque también le van a tocar a usted cuando sea Presidente'"—.
Marco Tulio Álvares, chofer del presidente Ospina:—"Querer almorzar temprano fue lo que me salvó la vida ese día", cuenta quien fue el conductor del presidente conservador Mariano Ospina. El día del 'bogotazo', Álvarez, como lo llamaba el Presidente, venía con Ospina y Laureano Gómez, ministro de Relaciones Exteriores, de una feria agropecuaria que se realizaba en Engativá. "Llame a Palacio a ver qué ha pasado", le dijo su jefe. Pero él no pudo hacerlo porque el transmisor estaba dañado. "Apenas lleguemos, mándelo a arreglar", le ordenaron. Cuando ya estaba próximo a entrar al Palacio de la Carrera, antigua residencia de los presidentes, vio que un tumulto de gente empezó a atacar con piedras y palos a los 5 integrantes de la Guardia Presidencial. Y sin saber por qué motivo los agredían, Marco Te -como lo llaman sus amigos- entró el carro, un packard negro 1947 de siete puestos, en un solo tiempo, cuando lo normal era hacerlo en dos. La entrada al antiguo Palacio estaba diseñada para coches arrastrados por caballos. Ospina se bajó del carro y fue recibido por varios generales. Marco Te sacó el carro para mandar a arreglar el trasmisor, y antes de conocer la noticia, miró el reloj y eran la 1:10 minutos de la tarde, así que prefirió almorzar primero. "Como iba para mi casa, en la calle 23 con carrera novena, tomé la carrera 14. Si hubiera ido al taller de la 'General' para arreglar el transmisor (donde hoy queda el Hotel Tequendama) hubiera tenido que tomar la Séptima, donde acababan de matar a Jorge Eliécer Gaitán, así que me habrían matado por conducir el carro presidencial", dice. A pocas cuadras de recorrido, Álvarez vio que habían incendiado el periódico 'El Siglo' (en la calle 15 con carrera 13), y los gritos de "Mataron a Gaitán", "Arriba el Partido Liberal" le hicieron comprender lo que estaba pasando. "Decidí entonces guardar el carro en los garajes oficiales, en la carrera octava con calle décima. Ese carro tenía el escudo de Colombia y yo lo se lo tapé con una bayetilla para que no lo identificaran". Con su uniforme azul oscuro, Marco Te se aventuró a llegar a su casa. Se puso un abrigo y volvió a Palacio por la carrera décima. "Ya estaba incendiada la Gobernación. Las ferreterías que había entre la Avenida Jiménez y la calle décima estaban siendo saqueadas y los dueños esperaban a que la chusma saliera pa' cogerlos a machete. En cada cuadra alcancé a ver cerca de 50 muertos". Marco Te subió por la calle octava hasta la carrera octava y desde el observatorio astronómico le avisaron el peligro que corría. "El capitán Deudebés me dijo 'escóndase gran pendejo que ahí le va plomo'. Y unos minutos después gritó, 'paseeee', y cuando llegué a Palacio ya me tenían la puerta abierta". En el Palacio quedaron cerca de 20 empleados acompañando al presidente durante de 3 días. "No había casi comida, entonces el único que comía era el Presidente, el resto nos la pasamos a punta de tinto". "Doña Bertha Hernández, (la primera dama) me dijo: 'Álvarez la situación está grave. Vienen de Villavo, vienen de Boyacá a tomarse Palacio. Váyase, consiga amigos, tráigalos y los uniforma". Marco Te siguió la orden y fue a la dirección de la Policía en la calle novena a pedir fusiles. "Había como 30 detectives y les dije que se vinieran conmigo a la guardia presidencial. Pero ellos le avisaron al presidente Ospina, y él por teléfono me dijo que no lo metiera en líos y que volviera a Palacio". Al tercer día el Ejército se tomó la plaza de mercado que quedaba en la carrera décima, entre las calles novena y trece. Se abastecieron de víveres y los llevaron a Palacio. Dos días después llegó la noticia de que 'la chusma' iba a quemar la casa del Secretario General de la Presidencia, Rafael Azula Barrera, y Álvarez se ofreció a cuidársela. Salió en un tanque del Ejército, llevó víveres a su casa y a la de su entonces novia, hoy su esposa, Cecilia Ramírez. "Recuerdo que no teníamos azúcar y Marco Te nos trajo tarros de leche condensada y con eso endulzábamos lo que nos tomábamos", cuenta Cecilia. Una semana pasó para que el Presidente dejara el Palacio de la Carrera. "Una noche salió en un tanque a ver la llamarada en que se había convertido Bogotá", cuenta Álvarez. Marco Tulio recuerda esa época como la más difícil de su vida, pues por ser del Partido Conservador o ponerse una corbata podían matarlo. De hecho, un año después del 'bogotazo' tuvo que dejar la ciudad porque se sentía amenazado y se fue a trabajar a Venezuela. El próximo 20 de mayo cumplirá 85 años y todavía tiene que trabajar como vendedor de carros, porque a pesar de las muestras de lealtad que dio ese día, no tiene pensión—.
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